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Cuando los gobernadores del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional se encontraron en las Reuniones de Primavera la semana pasada, todo giraba en torno a los grandes retos y preguntas. ¿Qué puede hacer la comunidad internacional para acelerar la descarbonización y luchar contra el cambio climático? ¿Cómo pueden los países altamente endeudados conservar espacio fiscal para invertir en la erradicación de la pobreza, servicios sociales y bienes públicos globales? ¿Qué necesita hacer la comunidad internacional para retomar el camino hacia la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS)? ¿Cómo pueden reforzarse los bancos multilaterales de desarrollo para apoyar estas ambiciones?

Hay una cuestión que hace que abordar estos retos mundiales sea mucho más difícil: la desigualdad. Aunque la disparidad entre los países más ricos y los más pobres se ha reducido ligeramente, la diferencia sigue siendo alarmantemente alta. Además, en las dos últimas décadas hemos asistido a un aumento significativo de las desigualdades dentro de la mayoría de los países, ya que la diferencia de ingresos entre el 10% de los más ricos y el 50% de los más pobres casi se ha duplicado. De cara al futuro, las actuales tendencias económicas mundiales plantean serias amenazas al avance hacia una mayor igualdad.

El carácter multidimensional de la desigualdad es innegable. Servicios básicos como la sanidad y la educación no están al alcance de todos por igual. Con frecuencia, esta desigualdad de oportunidades se transmite de generación en generación. El origen social, el género, la raza o el lugar de residencia son algunos de los factores que desempeñan un papel en la reproducción de las desigualdades. Además, una gran desigualdad perjudica el desarrollo económico porque inhibe la innovación e impide que las personas desarrollen todo su potencial. Es corrosiva para la democracia y debilita la cohesión social. Y cuando la cohesión social es débil, hay menos apoyo para las reformas estructurales que tendremos que emprender en los próximos años, como la necesaria transformación hacia una economía de cero emisiones.

Afortunadamente, cada vez hay más conciencia mundial de la importancia no sólo del crecimiento, sino del crecimiento sostenible y equitativo. Aumentar la prosperidad mientras se lucha contra la desigualdad dentro de cada país y entre países y generaciones, incluidas las arraigadas desigualdades raciales y de género, no debería de ser incompatible. Lograr un crecimiento verdaderamente sostenible consiste en equilibrar tres cuestiones fundamentales: económica, social y medioambiental.

Ante esta situación, Brasil ha hecho de la lucha contra la pobreza y la desigualdad una prioridad de su presidencia del G20, una prioridad que también persigue la política de desarrollo alemana y que España ha abordado ambiciosamente tanto a nivel nacional como mundial. Al destinar dos tercios del gasto total a servicios sociales y apoyo a los salarios, además de calibrar la administración de la política tributaria, Sudáfrica sigue teniendo como objetivo un programa fiscal y tributario progresivo que haga frente al legado de desigualdad de renta y riqueza del país.

Es hora de que la comunidad internacional se tome en serio la lucha contra la desigualdad y la financiación de los bienes públicos globales. Uno de los instrumentos clave que los gobiernos tienen para promover la igualdad es la política tributaria. No sólo tiene el potencial de aumentar el espacio fiscal del que disponen los gobiernos para invertir en protección social, educación y protección del clima. Diseñada de forma progresiva, también garantiza que todos los miembros de la sociedad contribuyan al bien común en función de su capacidad de pago. Una contribución justa aumenta el bienestar social.

Teniendo en cuenta precisamente estos objetivos, Brasil llevó por primera vez a la mesa de negociaciones de las principales economías del mundo una propuesta de impuesto mínimo global a los multimillonarios. Es un tercer pilar necesario que complementa las negociaciones sobre la tributación de la economía digital y sobre un impuesto de sociedades mínimo del 15% para las multinacionales. El renombrado economista Gabriel Zucman esbozó cómo podría funcionar. Actualmente, hay unos 3.000 multimillonarios en todo el mundo. El impuesto podría diseñarse como un gravamen mínimo equivalente al 2% de la riqueza de los superricos. No se aplicaría a los multimillonarios que ya contribuyen una parte justa en el impuesto sobre la renta. Sin embargo, aquellos que consigan eludir el pago del impuesto sobre la renta se verían obligados a contribuir más al bien común.

El argumento detrás de este impuesto es sencillo: necesitamos mejorar la capacidad de nuestros sistemas tributarios para cumplir el principio de equidad, de forma que las contribuciones se ajusten a la capacidad de pago. La persistencia de lagunas en el sistema implica que las personas con grandes patrimonios pueden minimizar sus impuestos sobre la renta. Los multimillonarios de todo el mundo sólo pagan el equivalente de hasta el 0,5% de su riqueza en concepto de impuesto sobre la renta. Es crucial garantizar que nuestros sistemas tributarios ofrezcan certidumbre, ingresos suficientes y un trato justo a todos nuestros ciudadanos.

Un gravamen mínimo mundial coordinado sobre los multimillonarios constituiría un paso significativo en esta dirección. Impulsaría la justicia social y aumentaría la confianza en la eficacia de la redistribución fiscal. Generaría unos ingresos muy necesarios para que los gobiernos invirtieran en bienes públicos como la sanidad, la educación, el medio ambiente y las infraestructuras, de los que todas las personas se benefician, incluidas los que se encuentran en la cima de la pirámide de ingresos. Se calcula que un impuesto de este tipo desbloquearía potencialmente unos ingresos fiscales adicionales de 250.000 millones de dólares al año en todo el mundo, lo que equivale aproximadamente a los daños económicos causados por fenómenos meteorológicos extremos el año pasado.

Por supuesto, el argumento de que los multimillonarios pueden trasladar fácilmente sus fortunas a jurisdicciones de baja tributación y evitar así el gravamen es sólido. Y por eso, una reforma tributaria de este tipo debe figurar en la agenda del G20. La cooperación internacional y los acuerdos globales son clave para hacer efectivo este impuesto. Lo que la comunidad internacional consiguió hacer con el impuesto mínimo mundial sobre las empresas multinacionales, puede hacerlo con los multimillonarios.

Luchar contra la desigualdad requiere un compromiso político, un compromiso con los objetivos de una cooperación fiscal internacional inclusiva, justa y eficaz. Sin duda, debe ir de la mano de enfoques mucho más amplios que reduzcan no sólo la desigualdad de riqueza, sino también las desigualdades sociales y de emisiones de carbono. Los retos que tenemos por delante son enormes, pero estamos dispuestos a emprender una acción multilateral concertada para abordarlos.

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